lunes

MI DIARIO DE VIAJE


Ramón Lista (Formosa). Ni siquiera me mira, sólo pronuncia un imperceptible “amtena (hola)” y levanta su mano morena para responder que su padre se fue en esa dirección. Entonces trazo con la vista la línea imaginaria que me sugiere. Culmina a unos 200 metros, en un enjambre de hombres que se dejan adivinar en medio de la densa neblina, trepados en el techo del acoplado de un enorme y destartalado camión.

Le sonrío a Gabriela Palomo, cuando descubro que aprovechó mi descuido para dedicarme una tímida mirada. Y le robo una sonrisa enorme, tierna,
pícara, que me entibia el alma. Ella vuelve sus ojos al tejido y continúa, pacientemente, trenzando las fibras de chaguar para terminar el cinto. Con apenas 10 años, pasa casi nueve horas diarias en ese lugar. Sabe que tener muchos cintos terminados es la única manera de conseguir algo de dinero cuando a fin de mes lleguen los misioneros que recogen las artesanías wichís para venderlas en los pueblos de las afueras de la capital formoseña. El único modo, también, de que sus cinco hermanitos puedan comer más que arroz o porotos al menos de vez en cuando. Aprendió el oficio de su madre. Y ahora que ella no está, porque murió al dar a luz a Maciet, a Gabriela le toca la tediosa tarea de recoger, hilar y teñir con jugo de algarrobo las hojas de vegetales para darles formas de cintos, carteras, remeras y sandalias. Atenta al trabajo, ensimismada en los hilos que moja una y otra vez con saliva para que pasen casi por arte de magia por diminutos orificios, esta niña de ojos grandotes y mirada triste parece ajena a lo que ocurre esa mañana en la aldea Mistolcito. Mientras me alejo recuerdo las tardes de mi infancia, aquellas que pasaba entre casitas y muñecas después de la leche, cuando apenas medía un metro. Como Gabriela.
El camión es tan viejo y hay tantos hombres trepados en lo alto que por momentos temo que la fuerza lo venza y todos se vengan abajo. Calculo que no debe haber menos de cien, ciento y pico de tipos subidos ahí. Jamás vi una cosa igual. La lucha de jóvenes y adultos por ocupar un lugar, apretados y sofocados, hace que el acoplado se asemeje a un péndulo gigante. Alrededor, las mujeres. Algunas lloran, otras miran en silencio. Pero ninguna ríe. El aire huele a tanta angustia que oprime el pecho. El momento de la cosecha ha regresado y las papas esperan en Anta. Pero no todos los hombres regresan meses después desde las tierras salteñas. O al menos así sucede cada año. Algunos mueren por las penosas condiciones en las que trabajan. Por eso la angustia. Por eso las lágrimas.

Me acerco hasta la parte posterior del camión y, por pura casualidad, un pequeño agujero en la madera del acoplado me deja ver lo peor. El rostro más crudo de esta postal inhumana. Los hombres, aborígenes y criollos, están trepados en el techo porque adentro no queda lugar. Decenas de niños amontonados y con las sonrisas borradas también irán a los campos para trabajar, codo a codo, con sus padres. Tienen dos, cuatro, cinco, diez años. Están mal alimentados, débiles, pero son la mano de obra más barata. Tal vez para muchos de ellos la cosecha sea la instancia final.


Actualmente hay más de 15 mil menores de 13 años que trabajan en zonas urbanas o que son incorporados a tareas rurales en esa provincia. Según Unicef, “el trabajo mata al chico dos veces: lo mata como niño y lo mata como hombre”. Y es una cadena que no se puede romper porque sus eslabones están sellados con un sistema económico al que sólo le importa el rédito, el dinero. En la Argentina la cantidad de niños explotados laboral y moralmente se eleva a más de 300 mil.


Al día siguiente la aldea amanece en soledad. Sólo han quedado las mujeres, el lonko (jefe de la comunidad) y las niñas. El cielo gris y la niebla perseverante nos acompañan hasta cerca del mediodía. Recién entonces aparecen los primeros rayos de sol. “Joalá”, señalan contentas dos nenas que esperan juntas el guiso de porotos con un único plato de lata. Al menos “joalá”, el sol, sirve para arrancar pequeñas alegrías que ayudarán a disimular las tristezas hasta que desde el abismo de las cosechas vuelvan los papás.



“Negrita” es hija de Manuel Belgrano, sobrina de Cornelio Saavedra y nieta de Juan José Paso. Y en la choza enfrentada a la suya viven los hermanos Mariano Moreno y Juan Larrea. Tal atropello a sus verdaderas identidades es fruto de la burlesca labor de censistas que durante la última dictadura militar pasaron por allí. Pero no sólo los miembros de la Primera Junta. También habitan aquí aborígenes "rebautizados" como Luis Miguel, Armando Manzanero o Carlos Gardel. Todo, producto del avasallamiento en censos realizados inescrupulosamente en épocas pasadas.

Este lugar registra el más elevado índice de necesidades básicas insatisfechas de la Argentina. Aborígenes wichís, tobas y pilagás sobreviven aquí dificultosamente a la falta de servicios sanitarios, educativos, alimentarios. Las epidemias son una constante. Tuberculosis, mal de chagas, lepra y enfermedades respiratorias se cobran cada año numerosas muertes que se suman a las que provoca la desnutrición en niños y adultos. Muchas madres, como la de Gabriela Palomo, mueren en el parto. Otras sobreviven, pero sus bebés no. Y todo pareciera suceder sin que nadie se enterase. Los esfuerzos aislados de familias, organizaciones, entidades, no son suficientes para erradicar los problemas. A veces, aunque alivian, ni siquiera alcanzan para paliar realmente la crítica situación. En el país hay unos 80 mil integrantes de estas etnias.



En medio de la tormenta alcanzamos a ver la camioneta desvencijada que partía por las huellas de barro, la única vía para acceder hasta Potrillo Nuevo, que está a orillas del río Pilcomayo. El antiguo Potrillo fue devastado por la inundación en la década del ’80 y los aborígenes rescataron lo que pudieron y emprendieron una “vida nueva” justo en este lugar en el que me encuentro ahora, escribiendo a mano unas líneas que a ciencia cierta no sé si alguna vez verán la luz. Este sitio es, por inhumano, único, pienso. Pero se asemeja a los parajes remotos del norte cordobés, donde también hay chagas, también hay lepra, también hay hambre.

La camioneta se aleja y aprieto los dientes con fuerza para no llorar. Amancio Cáceres, uno de los últimos caciques de la etnia wichí, acaba de perder la vida. Lo encontraron en su choza de adobe y paja, muerto de sed. Y en la aldea las mujeres ya preparan todo lo necesario para el entierro, que será de acuerdo a la tradición wichí: el cuerpo en posición fetal y sentado, botellas con agua sobre la tierra por si el muerto tiene sed. Luego vendrán la quema de la choza para “ahuyentar a los malos espíritus” y el traslado de los ranchos próximos “unos metros más allá”. Los wichis no creen en la muerte natural, la atribuyen a la acción de Payak, una especie de genio coordinador de los espíritus del mal. Así sucede desde que vinieron a estas tierras. Así sucederá mientras sus costumbres ni ellos sucumban.

Sobre los últimos gruñidos de la camioneta, me ganan las lágrimas.


Deben ser alrededor de las 7.30 y el frío amortigua los pies. Raúl Bobadilla, el maestro rural de la escuelita de la comunidad pilagá El Chorro está preocupado. Se acercan las elecciones y sabe que se repetirán, como inexorablemente ocurre en cada comicio, los abusos y atropellos contra los aborígenes. El docente me cuenta que los punteros políticos de las distintas fracciones les ponen votos entre las ropas a los wichís y pilagás y que luego, a punta de pistola, los hacen depositar los papeles en las urnas. Que los encierran durante varios días, a cambio de comida, “para que antes de las elecciones no anden por ahí, tomando alcohol y emborrachándose” y puedan “sumar” a la hora del recuento. De eso se trata, para muchos políticos y actores de la clase dirigente los aborígenes no conforman más que jugosas manadas que aportan beneficios en las urnas. Y una vez más recuerdo a mi Córdoba. Excepto el escenario, la crueldad humana se repite. A unos 1.500 kilómetros de este olvidado lugar, ocurren similares atrocidades en pleno centro del país, en una de las provincias más importantes de la Argentina. La inhumanidad no sabe de fronteras geográficas ni límites. Territoriales o morales. Da igual.


Me rescata de mis pensamientos el barullo de los primeros niños que llegan hasta la mesa donde los espera, antes de la clase, el humeante mate cocido. Desayunamos juntos y en medio de bromas y entretenidos comentarios el pan viejo que mojamos en las tazas hasta se vuelve más tierno. Y se siente rico. Porque los chicos hacen al desayuno especial.

Mientras nos reímos de un chiste de Marcelo, que tiene 7 años y una tremenda picardía, llega apurada Tupí y nos cuenta que los otros niños no vendrán porque sus padres se han quedado dormidos y no tuvieron tiempo de prepararlos para la escuela.

“Es que anoche tuvimos celebración”, explica. Los rituales religiosos de los domingos incluyen largas fiestas que terminan casi con la salida del sol. En esas reuniones, en las que participan adultos y algunos adolescentes, todos beben “cachurí”, una bebida que preparan mezclando alcohol etílico y azúcar.
El hombre wichí es de mucho tomar y eso deriva en estragos nocturnos y escenas escandalosas. Al día siguiente, el pueblo amanece cerca del mediodía. Recién a esa hora muchas niñas vuelven a sus hogares. No participaron de la ceremonia religiosa. Fueron prostituidas por sus propios padres a cambio de vinos, damajuanas, cigarrillos. Algunas apenas tienen 11 años y ya saben lo que estos “canjes” significan. En la zona urbana más cercana a esta comunidad, Las Lomitas, desde el intendente hasta su último colaborador y la policía conocen la situación. Pero nadie hace nada. Basta con recorrer las calles indicadas durante la madrugada para ver a estas mismas niñas que ahora toman contentas el mate cocido jugando obligadas a ser mujeres grandes, sometidas y abusadas mujeres.

A los 11 ó 12 muchas chicas ya son mamás. El monte formoseño también registra las cifras más altas de niñas-madres del país. Y, además, los índices más elevados de mortalidad materna e infantil.

Al día siguiente alguien me entrega un documento que espanta. Son estadísticas oficiales del Ministerio de Desarrollo Social de Formosa. Me pide que las mire cuando nadie me vea. Y que jamás alguien sepa quién me las facilitó porque su vida correría peligro.
Cuando me quedo sola y a la luz de una linterna que ya casi no tiene pilas, al menos les doy el primer vistazo. Descubro que la mayoría de los decesos de niños de entre cero y cinco años allí registrados son consecuencia de la desnutrición. En segundo lugar, la tuberculosis. Reviso incrédula la información que me devuelven mis ojos en la penumbra. Pero las pilas se acaban. Me duermo pensando que uno sabe bien que las estadísticas espantan. Pero aquí se vuelven tan contundentes que duelen. En estas hojas están los nombres y apellidos, las edades, los rostros de esas cifras que muchas veces se quedan sólo en números fríos y lejanos. Pido por Martín Molina, por Juana Rosa, por todos los Martines y Juanas del mundo.

Ya pasaron varias semanas de mi llegada a este lugar y no sólo aprendí a hablar en el idioma de estos aborígenes sino que también me encariñé de manera especial con los chicos. Hemos recorrido el campo, el Pilcomayo en piraguas, las aldeas. A veces siento que quisiera quedarme aquí para siempre, otras que la impotencia me hace sentir diminuta. Aprendí a amar a esta gente y también que detrás de las famosas yicas que cuelgan en las ferias urbanas artesanales están ocultas estas historias que todo el mundo debería conocer. Muchas veces me pregunté por qué en la escuela no me enseñaron que esta realidad existía y que sólo estudié en los manuales que los indios habitaron en tiempos remotos estas tierras.

En Argentina existen miles de almas antiguas dueñas de nuestras tierras. Y aunque muchos lo ignoren o su realidad les resulte indiferente, hay otros que trabajan para que estas comunidades se desarrollen, para que estos chicos tengan un plato de comida y para que muchas mujeres dejen de morir al dar a luz. Esa es la convicción de Carina Lizziardi, una cordobesa que hace varios años dejó todo el confort de su Colonia Caroya natal y se vino aquí, para desarrollar un sistema de atención primaria de la salud antes inexistente y que hoy beneficia a cientos de wichís y pilagás de El Potrillo y zonas cercanas. Carina conoció en estas comunidades al maestro aborigen Aroldo Tebe, con quien se casó y tuvo dos hijos. Ellos constituyen sólo un ejemplo de los puñados de entrega incondicional que pueden encontrarse monte adentro. Juntos, con la fuerza de la caridad y la esperanza, lograron capacitar a muchos aborígenes en primeros auxilios y cuidados básicos de la salud. Los convirtieron en referentes sociales, en promotores sanitarios. Y el plan implementado por esta joven farmacéutica resultó tan exitoso que fue incorporado al sistema oficial del gobierno formoseño.


El Potrillo es la base de acción de estos corazones generosos. Aquí están también los encargados de las obras para construir las primeras casas de material para las comunidades. Hasta aquí llegan los misioneros y grupos solidarios, cuando el clima y los caminos lo permiten, para enseñarles a leer y a escribir a niños, adolescentes y adultos. Podría decirse que este lugar es el centro casi por excelencia que irradia cuotas de optimismo, de confianza en un futuro mejor. En un futuro.

Paradójicamente, porque todo escasea en Ramón Lista, en la puerta del templo de El Potrillo un cartel anuncia: “La vida abundante” y “El monte nos da alimento”.


Llevo tanto tiempo aquí que no puedo ya calcular bien las fechas. Todo es igual un día, y al siguiente. Todo es lastimosamente igual.

Me despiertan los gritos de los más pequeños. Vinieron a buscarme para que juguemos, con sus bolitas de barro, a fantásticos partidos que llegan a ser nuestro único entretenimiento durante largos ratos. Ahí estallan las risas. Risas de todos colores. Porque los niños son niños. Aquí, en Córdoba, en Japón, en cualquier parte de este bendito planeta.


Ivanna Martin
Diario de mi viaje al monte formoseño. Durante varios meses recorrí las comunidades wichís, tobas y pilagás que se asientan a orillas del río Pilcomayo, en la frontera con Paraguay. Estos son sólo algunos pasajes de mis vivencias por demás intransferibles.


DATOS DE LA REALIDAD

- En la Argentina habitan unos 80.000 wichís. Junto con los chulupíes (alrededor de 1.200 personas) y los chorotes (unas 900) forman la familia de los Mataco-Mataguayo.

- Los tehuelches son aproximadamente 1.500 Aóniken, tehuelches meridionales, y unos 700 Gününa Fune, tehuelches septentrionales.

- Los tobas pertenecen al grupo lingüístico Guaycurú, y son alrededor de 60.000 personas. Viven en la provincia del Chaco, Formosa, norte de Santa Fe y Salta. Existen asentamientos por migración en Rosario y Buenos Aires.

- Los pilagá pertenecen al grupo lingüístico Guaycurú, y son alrededor de 5.000. Viven en la provincia del Chaco y Formosa. En estos últimos años, junto a las otras dos etnias de la provincia de Formosa, han comenzado un proceso de organización para la recuperación de las tierras.

- Los mocovíes pertenecen al grupo Guaycurú, junto con los tobas y los pilagás. Son aproximadamente 7.300 personas.

- Los mapuches son alrededor de 90.000 en Argentina y más de un millón en Chile.

- Se ha generalizado con el nombre de kollas a los puneños y sus descendientes, algunos quebradeños y toda otra población de origen quechua-aymará. Se estima una población de 170.000 personas.

- Los Mbya-Guaraníes son aproximadamente unas 3.000. Están asentados en unas 40 aldeas en todo el territorio de Misiones.

- Los diaguitas - calchaquí son aproximadamente 6.000 personas. Hay numerosos mestizos descendientes.

- Existen unos 21.000 chiríguanos y 1.400 chanés aproximadamente en Argentina. Ambos son de origen amazónico. Los primeros, guaraníes; los segundos, arawuak.

3 comentarios:

Raquel Cardellini Fernandez dijo...

¡¡Esta es la cruda realidad que los "SEÑORES GOBERNANTES",¡NO VEN!.,pero sí una periodista,joven,bonita,que se interesa por la gente,"NUESTROS HERMANOS".Tendrían que haber "MUCHAS"IVANAS MARTIN, que en véz de dedicarce a las "PAVADAS",que nos ofrecen ,hagan "CULTO AL AMOR AL PRÓJIMO".¡TODO MI APOYO INCONDICIONAL IVANA A ESTA CAUSA!,SEGURAMENTE DÍOS NUESTRO SEÑOR,TE BENDECIRÁ GRANDEMENTE!!!!

Anónimo dijo...

Juan Manuel
Las palabras fluyen como el dolor que me provoca, donde quedo la humanidad, el respeto a la vida y a la cultura; Gracias Ivanna por hacerme sentir tan miserable, porque como dijiste los abusos no tienen fronteras y seguro he visto muchos y no hice nada; enceguecido por el egoismo del capital. Que el dios en el que crees eleve este grito a los sordos oídos de los que hoy nos gobiernan. Nuevamente gracias

CLARITA dijo...

Esta cruel realidad, me provoca una impotencia que no se puede expresar en palabras. Esta exhaustiva investigación llevada a cabo hace casi 14 años, no ha cambiado en absoluto. La insensibilidad creciente de nuestros gobernantes es inadmisible. Seguramente la gran mayoría de la sociedad desconoce esta situación en la que se encuentran nuestros hermanos aborígenes. Ojalá una luz impensada ilumine a los que realmente pueden cambiar esta indignante y triste realidad.