
Le sonrío a Gabriela Palomo, cuando descubro que aprovechó mi descuido para dedicarme una tímida mirada. Y le robo una sonrisa enorme, tierna, pícara, que me entibia el alma. Ella vuelve sus ojos al tejido y continúa, pacientemente, trenzando las fibras de chaguar para terminar el cinto. Con apenas 10 años, pasa casi nueve horas diarias en ese lugar. Sabe que tener muchos cintos terminados es la única manera de conseguir algo de dinero cuando a fin de mes lleguen los misioneros que recogen las artesanías wichís para venderlas en los pueblos de las afueras de la capital formoseña. El único modo, también, de que sus cinco hermanitos puedan comer más que arroz o porotos al menos de vez en cuando. Aprendió el oficio de su madre. Y ahora que ella no está, porque murió al dar a luz a Maciet, a Gabriela le toca la tediosa tarea de recoger, hilar y teñir con jugo de algarrobo las hojas de vegetales para darles formas de cintos, carteras, remeras y sandalias. Atenta al trabajo, ensimismada en los hilos que moja una y otra vez con saliva para que pasen casi por arte de magia por diminutos orificios, esta niña de ojos grandotes y mirada triste parece ajena a lo que ocurre esa mañana en la aldea Mistolcito. Mientras me alejo recuerdo las tardes de mi infancia, aquellas que pasaba entre casitas y muñecas después de la leche, cuando apenas medía un metro. Como Gabriela.

Me acerco hasta la parte posterior del camión y, por pura casualidad, un pequeño agujero en la madera del acoplado me deja ver lo peor. El rostro más crudo de esta postal inhumana. Los hombres, aborígenes y criollos, están trepados en el techo porque adentro no queda lugar. Decenas de niños amontonados y con las sonrisas borradas también irán a los campos para trabajar, codo a codo, con sus padres. Tienen dos, cuatro, cinco, diez años. Están mal alimentados, débiles, pero son la mano de obra más barata. Tal vez para muchos de ellos la cosecha sea la instancia final.

Actualmente hay más de 15 mil menores de 13 años que trabajan en zonas urbanas o que son incorporados a tareas rurales en esa provincia. Según Unicef, “el trabajo mata al chico dos veces: lo mata como niño y lo mata como hombre”. Y es una cadena que no se puede romper porque sus eslabones están sellados con un sistema económico al que sólo le importa el rédito, el dinero. En la Argentina la cantidad de niños explotados laboral y moralmente se eleva a más de 300 mil.
Al día siguiente la aldea amanece en soledad. Sólo han quedado las mujeres, el lonko (jefe de la comunidad) y las niñas. El cielo gris y la niebla perseverante nos acompañan hasta cerca del mediodía. Recién entonces aparecen los primeros rayos de sol. “Joalá”, señalan contentas dos nenas que esperan juntas el guiso de porotos con un único plato de lata. Al menos “joalá”, el sol, sirve para arrancar pequeñas alegrías que ayudarán a disimular las tristezas hasta que desde el abismo de las cosechas vuelvan los papás.
En medio de la tormenta alcanzamos a ver la camioneta desvencijada que partía por las huellas de barro, la única vía para acceder hasta Potrillo Nuevo, que está a orillas del río Pilcomayo. El antiguo Potrillo fue devastado por la inundación en la década del ’80 y los aborígenes rescataron lo que pudieron y emprendieron una “vida nueva” justo en este lugar en el que me encuentro ahora, escribiendo a mano unas líneas que a ciencia cierta no sé si alguna vez verán la luz. Este sitio es, por inhumano, único, pienso. Pero se asemeja a los parajes remotos del norte cordobés, donde también hay chagas, también hay lepra, también hay hambre.
La camioneta se aleja y aprieto los dientes con fuerza para no llorar. Amancio Cáceres, uno de los últimos caciques de la etnia wichí, acaba de perder la vida. Lo encontraron en su choza de adobe y paja, muerto de sed. Y en la aldea las mujeres ya preparan todo lo necesario para el entierro, que será de acuerdo a la tradición wichí: el cuerpo en posición fetal y sentado, botellas con agua sobre la tierra por si el muerto tiene sed. Luego vendrán la quema de la choza para “ahuyentar a los malos espíritus” y el traslado de los ranchos próximos “unos metros más allá”. Los wichis no creen en la muerte natural, la atribuyen a la acción de Payak, una especie de genio coordinador de los espíritus del mal. Así sucede desde que vinieron a estas tierras. Así sucederá mientras sus costumbres ni ellos sucumban.
Deben ser alrededor de las 7.30 y el frío amortigua los pies. Raúl Bobadilla, el maestro rural de la escuelita de la comunidad pilagá El Chorro está preocupado. Se acercan las elecciones y sabe que se repetirán, como inexorablemente ocurre en cada comicio, los abusos y atropellos contra los aborígenes. El docente me cuenta que los punteros políticos de las distintas fracciones les ponen votos entre las ropas a los wichís y pilagás y que luego, a punta de pistola, los hacen depositar los papeles en las urnas. Que los encierran durante varios días, a cambio de comida, “para que antes de las elecciones no anden por ahí, tomando alcohol y emborrachándose” y puedan “sumar” a la hora del recuento. De eso se trata, para muchos políticos y actores de la clase dirigente los aborígenes no conforman más que jugosas manadas que aportan beneficios en las urnas. Y una vez más recuerdo a mi Córdoba. Excepto el escenario, la crueldad humana se repite. A unos 1.500 kilómetros de este olvidado lugar, ocurren similares atrocidades en pleno centro del país, en una de las provincias más importantes de la Argentina. La inhumanidad no sabe de fronteras geográficas ni límites. Territoriales o morales. Da igual.
Mientras nos reímos de un chiste de Marcelo, que tiene 7 años y una tremenda picardía, llega apurada Tupí y nos cuenta que los otros niños no vendrán porque sus padres se han quedado dormidos y no tuvieron tiempo de prepararlos para la escuela.
Al día siguiente alguien me entrega un documento que espanta. Son estadísticas oficiales del Ministerio de Desarrollo Social de Formosa. Me pide que las mire cuando nadie me vea. Y que jamás alguien sepa quién me las facilitó porque su vida correría peligro.
El Potrillo es la base de acción de estos corazones generosos. Aquí están también los encargados de las obras para construir las primeras casas de material para las comunidades. Hasta aquí llegan los misioneros y grupos solidarios, cuando el clima y los caminos lo permiten, para enseñarles a leer y a escribir a niños, adolescentes y adultos. Podría decirse que este lugar es el centro casi por excelencia que irradia cuotas de optimismo, de confianza en un futuro mejor. En un futuro.
Paradójicamente, porque todo escasea en Ramón Lista, en la puerta del templo de El Potrillo un cartel anuncia: “La vida abundante” y “El monte nos da alimento”.
Llevo tanto tiempo aquí que no puedo ya calcular bien las fechas. Todo es igual un día, y al siguiente. Todo es lastimosamente igual.
Me despiertan los gritos de los más pequeños. Vinieron a buscarme para que juguemos, con sus bolitas de barro, a fantásticos partidos que llegan a ser nuestro único entretenimiento durante largos ratos. Ahí estallan las risas. Risas de todos colores. Porque los niños son niños. Aquí, en Córdoba, en Japón, en cualquier parte de este bendito planeta.
DATOS DE LA REALIDAD
- En la Argentina habitan unos 80.000 wichís. Junto con los chulupíes (alrededor de 1.200 personas) y los chorotes (unas 900) forman la familia de los Mataco-Mataguayo.
- Los tehuelches son aproximadamente 1.500 Aóniken, tehuelches meridionales, y unos 700 Gününa Fune, tehuelches septentrionales.
- Los tobas pertenecen al grupo lingüístico Guaycurú, y son alrededor de 60.000 personas. Viven en la provincia del Chaco, Formosa, norte de Santa Fe y Salta. Existen asentamientos por migración en Rosario y Buenos Aires.
- Los pilagá pertenecen al grupo lingüístico Guaycurú, y son alrededor de 5.000. Viven en la provincia del Chaco y Formosa. En estos últimos años, junto a las otras dos etnias de la provincia de Formosa, han comenzado un proceso de organización para la recuperación de las tierras.
- Los mocovíes pertenecen al grupo Guaycurú, junto con los tobas y los pilagás. Son aproximadamente 7.300 personas.
- Los mapuches son alrededor de 90.000 en Argentina y más de un millón en Chile.
- Se ha generalizado con el nombre de kollas a los puneños y sus descendientes, algunos quebradeños y toda otra población de origen quechua-aymará. Se estima una población de 170.000 personas.
- Los Mbya-Guaraníes son aproximadamente unas 3.000. Están asentados en unas 40 aldeas en todo el territorio de Misiones.
- Los diaguitas - calchaquí son aproximadamente 6.000 personas. Hay numerosos mestizos descendientes.
- Existen unos 21.000 chiríguanos y 1.400 chanés aproximadamente en Argentina. Ambos son de origen amazónico. Los primeros, guaraníes; los segundos, arawuak.